domingo, 31 de agosto de 2014

Cine. El Niño



Cine de acción con auténtico sabor local

Título original: El niño
Duración: 130 minutos
Director: Daniel Monzón
Guión: Jorge Guerricaechevarría
Reparto: Luis Tosar, Jesús Castro, Eduard Fernández, Sergi López, Bárbara Lennie, Jesús Carroza.

El Niño es cine con auténtico sabor local, cine español del bueno, hecho con ingredientes frescos, de aquí mismo, con personajes cercanos que funcionan en entornos conocidos, y es al tiempo cine de acción de polis y narcos, fronterizo y turbulento. La mezcla le ha salido excelente a Monzón.

El escenario es el estrecho de Gibraltar, magníficamente  fotografiado en todas sus facetas, desde el chiringo de Tarifa a las avenidas de Sotogrande, pasando por la frontera entre Ceuta y Marruecos, el puerto de Algeciras y la imponente visión de África a 16 km. de nuestra costa. Los personajes, un hombre guapísimo al que llaman el Niño (Jesús Castro) que se busca la vida en compañía de su amigo “el Compi” (Jesús Carroza). Sobresale el rodaje de la acción –lanchas y helicópteros acosándose en la noche en escenas capaces de transmitir todo el vértigo de los tripulantes- y el acierto con el que están retratados los personajes locales, que representan la cara simpática del narcotráfico de la zona, mientras que en el lado menos amable están las mafias eslavas que manejan la cocaína a gran escala, los marroquíes y el cotarro del hachis, la corrupción policial y un Gibraltar turbio como burladero de los malos. 

Lo mejor, las electrizantes escenas de acción en el mar y los dos aspirantes  a narcos, en especial el “Compi”, cuyo personaje se lleva la palma de la autenticidad y la cercanía en un reparto estupendo. Lo peor, la historia de amor del prota con una marroquí de improbable finura.

sábado, 30 de agosto de 2014

Cine. Begin again


El poder de la música

Título original: Begin again (Can a Song Save Your Life?)
Duración: 104 minutos
Director: John Carney
Guión: John Carney
Reparto: Keira Knightley , Mark Ruffalo

No es esta una historia de amor, ni tampoco una historia de segundas oportunidades; ni siquiera es una historia de amistad.  Tampoco es la historia del lanzamiento de una cantante, ni mucho menos trata de la industria discográfica en la era de internet. Lo que interesa aquí es comprobar la capacidad de la música para hacernos sentir lo banal como algo extraordinario. La música (respondiendo a la pregunta de su título original) no va a salvar la vida de nadie, pero aquí se percibe que su presencia puede generar un lenguaje diferente entre cada uno de nosotros y el resto del mundo. La idea está bien aplicada y el resultado transmite energía y buen humor.

El productor caído en desgracia que interpreta Ruffalo establece con una cantautora novel (Keira Knightley) una relación en la que la música es el gran catalizador de complicidades y emociones, el lugar de todos los encuentros y desencuentros. La escena en la que ambos vagan por Nueva York compartiendo los “placeres secretos” que incluyen sus listas de canciones transmite más que cualquier diálogo. La grabación de una canción ante el contestador automático de alguien a quien ella aún quiere es otra pequeña joya, al igual que la producción de un álbum en las calles de Nueva York, o  el reencuentro familiar gracias a la guitarra de la hija del productor, que Carney salva hábilmente de la ñoñez, o el momento en el que la fantasía de Ruffalo nos permite ver los arreglos que hará a la canción que nos presenta Knightley acompañada solo por su guitarra.  La actuación de Mark Ruffalo es energética, divertida y versátil, y su personaje se entiende perfectamente  con Keira Knightley, que esta vez modera el empalagoso recurso de sus morritos al que nos tiene acostumbrados y está bien como la cantautora, tirando a ñoña y con acento de inglesa pija. Su papel se ensancha y engrandece al entrar en contacto con el resto de los músicos que intervienen, y, sobre todo, con el espléndido Ruffalo.




miércoles, 27 de agosto de 2014

Novela. El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura



Tusquets
573 pags.

Gran novela
El cubano Padura nos dice en la nota de agradecimientos con la que cierra el libro: “Quise utilizar la historia del asesinato de Trotski para reflexionar sobre la perversión de la gran utopía del siglo XX, ese proceso en el que muchos invirtieron sus esperanzas y tantos hemos perdidos sueños, años y hasta sangre y vida”. El  logro de Padura no es solo esa reflexión, sino el haber construido en el camino una gran novela.

Lo que aquí se cuenta es, en realidad, la vida de cuatro hombres que amaban a los perros, todos ellos heridos de muerte por esa fábrica de sufrimiento que fue la utopía comunista. El primero es Iván, un veterinario cubano que en 2004 se decide a volver a escribir, como terapia contra sus muchas amarguras personales y políticas, una historia que involucra a los otros tres amantes de los perros. El segundo de ellos es un hombre con quien Iván se encuentra en una playa de Cuba en los años 70. Enfermo y solo, envuelto en misterios, quiere depositar en Iván la narración de una historia terrible. El tercero es Ramón Mercader, el asesino de Trotski, un hijo de la burguesía catalana que en los años 30 decide a entregarse a la causa de Stalin bajo los auspicios de su madre, un personaje complejísimo al que Padura saca chispas. Y el cuarto hombre que amaba a los perros es el propio Trotski, la bestia negra del estalinismo, al que la novela nos muestra desde su exilio turco de los años 20 hasta su último día en México, en 1940.  

Cuatro historias con una construcción narrativa complicada pero magníficamente trabada, sin fisura alguna, en la que nada sobra ni falta, basada en una documentación exhaustiva, que en ningún momento agobia el despliegue literario  de los personajes y sus emociones. Son estas lo que marca, junto con el suspense implacable de la trama, el gran interés de la novela. Ramón Mercader, su mentor o su madre sienten un odio violento y asqueado por el mundo que quieren destruir, pero sobre todo tienen miedo. “Lo que nos ha movido no es la fe, como decíamos todos los días, sino el miedo”, dice alguien al final del libro. No es para menos; la novela nos lleva hasta el despacho de Stalin, el hombre que mató a veinte millones de personas y sembró el horror y la miseria en su pueblo durante buena parte del siglo XX. 

En Trotski vemos a un hombre que  ama, huye y lucha, un revolucionario que hasta su último aliento cree en el futuro del ideal por el que, él también, asesinó y mintió mientras sus enemigos se lo permitieron; un padre, un esposo y un amante, y también un viejo acorralado que no deja nunca de ser un lider. Y en Iván, la historia más literaria de cuantas se narran y el más conmovedor de los personajes, Padura nos pinta a un cubano contemporáneo, “un hombre bueno contra el que el destino, la vida y la historia se habían confabulado hasta destrozarlo”. Su peripecia final “funciona como la metáfora de una generación y como prosaico resultado de una derrota histórica”. 

Iván, el hombre de la playa, Ramón Mercader y Trotski se desenvuelven en diálogos y gestos que siempre son elocuentes, que nunca son inútiles ni funcionan simplemente al servicio de la acción, sino que, como ocurre en las buenas novelas, son gestos, reflexiones, acciones y diálogos que nos ayudan a entender la complejidad de sus conflictos, y a conmovernos con ellos. Algunas de las relaciones que ellos despliegan con personajes secundarios nos conducen a mundos colaterales, que no por serlo dejan de aportar valor al núcleo central de la novela. Un buen ejemplo son las páginas que se dedican a la relación de los Trotski con Diego Rivera y Frida Kahlo o Breton,  a las luchas feroces entre las facciones del bando republicano en la guerra civil española o  a la juventud cubana contemporánea. En cada una de esas páginas se muestra, como en el resto de la novela, la precariedad de cualquier idealismo -desde el amor conyugal hasta el compromiso político- cuando se enfrenta a las confabulaciones de "la vida, el destino y la historia".  Y también se atisba el cinismo, como lancha salvavidas de cualquier naufragio.

sábado, 16 de agosto de 2014

Cine. El mensajero, de Joseph Losey



Mala vejez

Cine: El mensajero
Título original:  The go-between
Duración: 116 minutos
Director: Joseph Losey
Guión: Harold Pinter (Novela: L.P. Hartley)

Es la primera vez que, en pleno mes de agosto, cierro las ventanas al atardecer para ver una película. Y no es que llueva; ni siquiera está nublado. En casa de Antonio y Patricia el sol se pone limpiamente entre los alcornoques, y al fondo se ve muy claro el mar. Y, sin embargo, aquí estamos unos cuantos, en torno a una gran pantalla, para ver la película que en 1970 ganó la partida en Cannes a “Muerte en Venecia”. Se trata de la historia de Leo, un niño de doce años invitado a casa de un amigo a pasar el verano, y es, ante todo, la historia de la pérdida de su inocencia. Al terminar de verla la decepción predomina. A mí, en cambio, me ha gustado el protagonismo en cada escena de un verano extraodinariamente seco para el campo inglés, con sus paisajes agostados y sus lentas y sofocantes rutinas, la angustia del niño ante el arcano de las pasiones y el inevitable retrato de las desigual relación de una familia de la clase alta inglesa con Leo, el niño venido de otro mundo, al que hay que comprar un traje y que quedará marcado para siempre por la decepción que sufre aquel verano. Como me pasa tantas veces, mis compañeros de plan me convencen luego de la validez de cuantas pegas ponen a la película: los “flash-forwards” a escenas en las que el niño es un cincuentón que visita a una señora mayor son confusos, la lentitud del ritmo no está justificada y son innecesarias las connotaciones con la brujería (por otro lado muy de moda en los años 70, apunta Antonio, recordando a Saura, y pertinenentes, supongo yo, en una historia escrita por Hartley, famoso por sus cuentos de fantasmas). El caso es que la disparidad de opiniones se resuelve a favor de los que no comprenden cómo esta película pudo ganar la Palma de Oro del Festival de Cannes enfrentándose a “Muerte en Venecia” y concluyen que ha envejecido francamente mal. Los cuales la verdad es que me convencen.