domingo, 30 de noviembre de 2014

Cine. Nunca es demasidado tarde.



Una preciosa y triste película

Título original: Still life
Duración: 92 minutos
Director: Uberto Pasolini
Guión:  Uberto Pasolini

La película se centra en la vida de un hombre que rellena su vida con el cumplimiento pulcro y metódico hasta el extremo de su trabajo, que consiste en localizar a posibles familiares y amigos de esas pobres gentes cuya muerte se produce en la más absoluta soledad, y que a veces es detectada por el olor de la descomposición de sus cadáveres, al otro lado de una triste puerta anónima. 
John May es un funcionario que se dedica a buscar a los parientes de quienes han muerto sin dejar rastros de nadie que quiera acudir a su funeral, y en las vidas de estos seres encuentra él la compañía que le niega el mundo.  
El trabajo es para él la razón de su existencia. Con dedicación meticulosa procura un adiós sentido, con música cuidadosamente seleccionada y discursos muy personalizados, a quienes pasan por su negociado sin que sus investigaciones fructifiquen en la localización de algún pariente dispuesto a pasarse por las exequias fúnebres. John May asiste solitario a sus entierros, mirando de reojo con un punto de envidia los funerales multitudinarios de quienes marcharon dejando atrás un mundo repleto de seres queridos. El presidir los funerales en solitario no es para él un éxito profesional, y por eso se esfuerza en su investigación en pos de los deudos. El lograr que los muertos sean enterrados en compañía es la manera que él mismo tiene de buscar compañía para sí.
 
Las cosas se le tuercen, y la vida le lanza un reto que le saca de sus rutinas. Y este probo funcionario se nos muestra como un ser que se transforma y crece. Hasta el final, en el que Pasolini asesta un golpe inesperado y brutal al espectador. 
Una preciosa película, triste y poética.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Novela. Carthage, de Joyce Carol Oates



Inconfundible Oates
Alfaguara
530 pags.

Una y otra vez compro novelas de Joyce Carol Oates, y en la contraportada siempre leo: “todo un clásico sobre el que aletea el Nobel”. Ojalá se lo den algún día. Me cae bien Oates. Tiene 76 años, una cuenta muy activa en Twitter y una imagen que parece sacada de un álbum de fotos del grupo Bloomsbury. La imagino en el supermercado de su pueblo comprando comida macrobiótica, escribiendo a mano y llevando a reciclar sus pilas. Se ve que es obstinada e infatigable. Tiene mucho estilo, y un estilo inconfundible.

Las suyas son historias en las que el dolor que produce la violencia se hace fuerte en el cuerpo y la mente de los personajes para habitar allí durante largas temporadas, a veces años, mientras los efectos del golpe –una violación, una paliza, un asesinato, una cadena de malos tratos- se extienden como una mancha de aceite alrededor de la víctima, contaminando a familias enteras y ensuciando la claridad con la que en un principio distinguíamos a víctimas y verdugos. Casi nadie sale limpio de los golpes de Oates.

En esta ocasión, como en su tal vez más famosa novela, “La hija del sepulturero”, y como también en “Mamá”, “Violación”, “Mujer de barro”, “Qué fue de los Mulvaney” o “Hermana mía, mi amor” (mi favorita) Oates escribe una novela en la que la violencia arroja a los personajes lejos de su entorno y les obliga a reconstruirse.

La hija de un ciudadano de primera, ex alcalde de la localidad de Carthage, desaparece una noche, tras haber sido vista en compañía del exnovio de su hermana, un ex combatiente condecorado en la guerra de Irak. En ese momento descarrila el tren de la tranquila familia Mayfield y los personajes se deslizan hacia un mundo cada vez más ajeno al escenario social de telefilm con que había arrancado la novela. Sale a flote cuanto de feo y doloroso puede haber en la relación entre dos hermanas profundamente desiguales –la fea y la lista- y cuanto de trágico puede haber en las heridas de la guerra. Los afectos se desintegran y aparecen otros nuevos, pero ya no están en las tranquilas calles residenciales de Carthage, sino en mundos alternativos, marginales, en los que seres que tampoco son del todo puros dan refugio a almas desubicadas y a personajes dolientes en proceso de reconstrucción.

Hay un gran manejo del suspense, y la voz que narra la historia es originalísima. Oates es una maga de la escritura; tiene un dominio de los puntos de vista magistral. A ratos se diría que escuchamos a los vecinos de Zeno Mayfield contar la tragedia de su hija, porque, cuando quiere, Oates construye un narrador muy oral, que subraya en cursivas palabras clave, a modo de titulares, a modo de tópicos, y parece que estamos escuchando a alguien comentar lo que cuenta la radio. Otras veces es un narrador ominisciente, más clásico, quien nos transmite el escalofrío del miedo,  la soledad,  la impotencia, la culpa, la confusión o el abandono de los personajes. Y qué potencia, qué credibilidad cuando Oates deja que sea uno de ellos quien tome la palabra.

Dice Carlos Zanón en El País que “Oates es tan grande que entiendes a todos y a todo. Al agresor y a la víctima. A las causas y a los efectos.”. Se queja de que se alarga demasiado en ciertos pasajes. Yo, en cambio, no veo muchas páginas innecesarias; he leído este libro de un tirón, sin el menor cansancio. Eso sí, con esa sensación agridulce que te proporciona el saber que no estás ante un artefacto literario nuevo, que en cualquier momento puede sorprenderte, sino que te encuentras en el ámbito de una escritura que ya te ha seducido más de una vez y que ahora no va a desilusionarte.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Ensayo. Las armas y las letras, de Andrés Trapiello



Destino
600 pags.

Una maravilla para leer y tener cerca

En los años treinta España se parte en dos, y los escritores e intelectuales del momento no solo viven el drama, sino que lo protagonizan. Este es un libro sobre ellos, escrito con honradez y compasión, con una documentación exhaustiva e interesantísima, que el autor revela a través de una mirada siempre precisa, tierna a veces, feroz otras, cáustica más raramente, nunca cínica ni desesperada, pero sí teñida de una tristeza profunda y clara. 

Cito al autor para dar cuenta de la España cuyos escritores e intelectuales retrata: “Nadie quería una España liberal, moderada y laica, porque le había llegado la hora a una España que, más que republicana y demócrata, tenía que ser fascista o comunista”, dice, y cita al moderado Gil Robles: “Queremos una patria totalitaria. El poder ha de ser íntegramente para nosotros, Y cuando llegue el momento, el Parlamento o se somete o desaparece: la democracia será un medio, no un fin”. Y al socialista Largo Caballero: “No nos hablen de generosidades ni de respetar personas y cosas. Vamos a la toma del poder como sea, para establecer la dictadura”. Y al también socialista Largo Caballero: “¿Armonía? ¡No! ¡Lucha de clases! ¡Odio a muerte a la burguesía criminal!”.

Trapiello nos conduce en el primer capítulo a la Salamanca del inicio de la guerra, y a Unamuno, “el hombre más libre que ha dado España”, que escribe: “los motejados de intelectuales les estorbarán tanto a los unos como a los otros. Si no les fusilan los fascistas, les fusilarán los marxistas”. A partir de ahí no queda más que dejarse llevar por la prosa de Trapiello, que machaca  tópicos y simplificaciones gracias a su compromiso con los hechos y a una reflexión que sabe ser al tiempo aguda y completa, serena y apasionada, seria y divertida, compasiva e implacable. 

Tal es el esfuerzo de Trapiello por afilar su prosa para transmitir el fondo de sus personajes, que resulta imposible resumir en un par de líneas lo que aporta sobre cada uno, y sobre las relaciones entre ellos, que en tantos casos fueron contradictorias, como lo fue la amistad entre Lorca y José Antonio, o la seducción que ejercía en la izquierda el primer Giménez Caballero. Sus personajes son seres unidos y desunidos en episodios  trágicos, como la separación en bandos distintos de los hermanos Machado;  legendarios, como el famoso encuentro de Unamuno y Millán Astray; cargados del más entrañable y abnegado de los amores, como el de Antonio Machado a su madre, o teñidos de odio, como el de Foxá a Azaña, del que dice a su vez que era ¨un lírico del odio”, o el que profesaban Alberti y María Teresa León a Eugenio Montes, Unamuno y algunos más, a quienes señalaron desde la sección “A paseo” de la revista El Mono Azul, en un ejercicio periodístico que tenía bastante que ver con los “paseos” (unos cien al día) que acababan con un tiro en la nuca en el Madrid del 36.

Más que seres etiquetados como mezquinos o heroicos, errados o clarividentes, se nos muestran en este libro personas que actúan en un mundo presidido por la violencia, y que en su acción son capaces del  comportamiento más abyecto o del más digno. Trapiello reproduce la escalofriante carta de Cela ofreciéndose a delatar a sus conocidos, y retrata el egoísmo de Neruda abandonando su consulado y hasta a su propia hija minusválida; narra la itinerancia política de Azorín, Baroja u Ortega y describe la prepotencia y mezquindad de Alberti, la frivolidad de Hemingway, la pureza de Miguel Hernández, la traición que llevó la exuberancia literaria y humana de Lorca a la muerte, el cinismo de Foxá, la ambivalencia comunista y católica de Bergamín, el digno silencio de Juan Ramón Jiménez, la extravangancia de Gómez de la Serna, Pedro Luis de Gálvez o Antonio Hoyos (marqués, homosexual y anarquista); la herida ambulante en la que se convirtieron Chaves Nogales o Barea y el acomodo al que llegaron en la España de Franco Dámaso Alonso, Jacinto Benavente o Vicente Alexandre. 

Hay en el libro una mirada moral a las acciones de escritores, intelectuales, periodistas y editores, y también un viaje emocional hacia el fondo de unos seres enardecidos por el odio, traspasados por el miedo, la nostalgia o la soledad mientras se enfrentan a la delación, la maledicencia, la huída, la súplica, la lucha, la cárcel o el exilio. 

Junto al trayecto moral y emocional que nos plantea Trapiello, hay en el libro un viaje intelectual, en el que sobresale la frustración por la inviabilidad de la tercera España que, en distintos momentos y con vicisitudes y desenlaces vitales y políticos muy diferentes, aqueja a quienes auspiciaron la república, como Unamuno,  Pérez de Ayala, Ortega, Marañón o Azaña. Esta mirada al aspecto intelectual e ideológico de los protagonistas del libro incluye episodios menores pero interesantes, como las rencillas grandes y pequeñas de uno y otro bando: desde las que separaban a los falangistas Giménez Caballero y Sánchez Mazas hasta las grandes divisiones que sangraron el lado republicano, así como episodios en los que los prebostes de la intelectualidad de un bando y otro protagonizan escenas tan potentes visualmente como la de D´Ors inventándose su disfraz de falangista, o como la generación de la parafernalia estilística y simbólica de cada bando.

El libro de Trapiello es también un relato de acción: “Es todo como una novela, donde los protagonistas están a merced de su propios recuerdos interesados, tanto como de la pasión del novelista”, dice el autor, refiriéndose al episodio de julio del 36 en el que  María Zambrano, con mono y cartuchera (mediante amenazas o no, he ahí la cuestión) exigiría a un Ortega, enfermo y refugiado en la Residencia de Estudiantes, la firma del Manifiesto de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para Defensa de la Cultura. Los personajes de esta novela pueden ser asesinados, como lo fue Muñoz Seca en Paracuellos o Lorca en Granada, o pueden aparecer en pasajes menores, pero de gran fuerza visual, como lo que escribe Juan Ramón sobre León Felipe: “protestando de todo en su refugio de la embajada de México, envuelto en el gran abrigo de pieles del duque de T´Serclaes asesinado, y jactándose de ello con vociferación y bromita ”.

Es tal la densidad del relato humano que se nos presenta que cuesta elegir episodios a reseñar. Me conmovió, por ejemplo, la fatal decisión que toma Lorca cuando pregunta a Foxá dónde debería irse y éste le responde que a Biarritz. “Le pareció una extravagancia, y se marchó a Granada”, nos dice con sencillez Trapiello, mientras el lector anota mentalmente “donde le esperaba la muerte”. 

Y, por supuesto, conmueve la resolución del drama familiar de los Machado: “No es tan solo la muerte de Antonio en Collioure, como se ha supuesto y repetido hasta la saciedad, sobre todo en estos últimos años, el símbolo de la mejor España, la más decente, pura y libre, con ser Antonio uno de los más puros, libres, y decentes españoles que hayan nacido en ella, sino que también lo es ese largo viaje de Manuel, en absoluto desamparo, a reunirse con Antonio (…) Ahí es donde deberíamos ver el arranque de la reconciliación nacional, si es que alguna vez estuvieron enfrentados sus corazones mientras duró la guerra. (…) Algunos años después Manuel escribiría uno de sus más hermosos poemas y tal vez uno de los más hermosos de nuestra lengua. En cierto modo está escrito a medias con su hermano Antonio. Lo tituló “Ecos” y estaba encabezado por un verso de este: “¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera!”, que glosaba, y parece como si le hubiera sido dictado por la voz de su hermano, quien acaso guiaría la mano de Manuel sobre la cuartilla, hasta llevarle a presencia de su madre muerta, a la que el poeta pregunta:

¿Qué tiene este verso, madre,
  que de ternura me llena,
  que no lo puedo decir
  sin que el corazón me duela…?

¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera!

¿Qué tienen, madre, qué tienen
estas palabras que suenan
tan adentro de mi pecho,
y tan lejos y tan cerca…

¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera!

¿Qué dicen, sin decir nada…?
Sin contar nada, ¿qué cuentan…?
De estas palabras sencillas
¿qué puso Antonio en las letras?

¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera!

Cuando en mis labios las tomo
Y hasta mis oídos llegan…
¿por qué lloro sin consuelo?
Y ¿por qué lloro sin pena?

¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera!

Gracias, Atticus, por tu regalo.          

lunes, 10 de noviembre de 2014

Cine. El juez



Entretenida
Título original: The judge

Duración: 109  minutos

Director: David Dobkin

Guión:  Bill Dubuque, Nick Schenk, David Seidler

Reparto: Robert Downey Jr., Robert Duvall, Vera Farmiga, Billy Bob Thornton, Vicent D´Onofrio, Jeremy Strong  

Robert Downey Jr y Robert Duvall son lo mejor de esta película, que es principalmente una historia de juicios, pero también un drama familiar, una comedia, un relato costumbrista, una peli de amor y un cuento moral. La combinación de tantos registros hace que a ratos la trama patine y pierda capacidad de convicción, pero no resulta difícil volver a dejarte arrastrar por la historia, porque entre Downey y Duvall tejen una relación –un duelo interpretativo, que dicen los expertos- que te vuelve a meter en la película a pesar de los excesos del guión. 
Hank es un abogado sin escrúpulos a punto de divorciarse que debe defender a su padre, un probo juez de provincias con el cual hace años no se habla, de una acusación de asesinato. Para hacerlo vuelve al hogar de su infancia y, al tiempo que se remanga para sacar a su padre del lío, se enfrenta con la reconstrucción de sus relaciones familiares y amorosas y con el examen de conciencia que le provocan las sólidas creencias de su padre. 
En conjunto resulta una película entretenida, a pesar de sus meteduras de pata (las escenas intimistas de padre e hijo en el estrado son ridículas) y elementos innecesarios (la historia de la hija no aporta nada).  Al final sales con la sensación de que entre Downey y Duvall te han hecho el lío para tenerte enganchada, sin que lo que te han contado merezca realmente tanta atención.