Biblioteca de
Historia Espuela de Plata
338 pags.
Constancia
de la Mora Maura, nacida en 1906 y nieta del que fue presidente del Gobierno de
Alfonso XIII, Antonio Maura, fue educada para desenvolverse con brillantez en
los salones del Madrid, pero eligió servir a la causa republicana desde el
Partido Comunista y pasó sus últimos diez años en el exilio, tras haber
dirigido durante la guerra el departamento de censura del gobierno de la
República y la Oficina de Prensa Extranjera, primero en Valencia y luego en
Barcelona.
De
la primera parte de su vida nos queda la narración que ella misma firmó, bajo
el título In place of Splendor, en
una autobiografía que en realidad fue escrita por Ruth McKenney y cuyo
propósito era lograr en Estados Unidos apoyos para su causa, de tal forma que
más que un autorretrato es un ejercicio de propaganda política. Soledad Fox
Maura nos cuenta cómo, recién llegada a Nueva York en febrero de 1939, con la
guerra ya casi perdida, Constancia -apodada Connie- se convierte allí en una
figura de relieve merced a esta narración de su vida, en la que tiene buen
cuidado de ocultar toda referencia a su afiliación comunista, que no sería bien
considerada por los americanos ricos cuya ayuda pretendía obtener. Su ciega
fidelidad estalinista la enfrentó más tarde a ellos, y su relación con la
propia Eleanor Roosevelt –con la que mantenía una correspondencia asidua- y con
escritores y periodistas como Jay Allen se deterioró definitivamente cuando, en
pleno pacto entre Hitler y Stalin, Estados Unidos se negó a condenar a Francia
por el trato que estaba dando a los refugiados españoles. Constancia dejó entonces
de ser un personaje atractivo para la izquierda pudiente americana. Ernest
Hemingway escribió que estaba “de Connie hasta el culo” y ella pasó de tomar el
té en la Casa Blanca a exiliarse en 1940 a México. Diez años más tarde murió en
un accidente en Guatemala. Le sobrevivieron Luli, la hija que tuvo en su primer
matrimonio con un señorito andaluz de apellido Bolín, la cual se había educado
en Rusia y vivía casada en México, e Ignacio Hidalgo de Cisneros, máximo
responsable de la aviación republicana y su segundo marido, del que vivía
separada.
El
libro de Soledad Fox, profesora de una universidad de Massachusetts, nos pinta
más a una activista de ideas fijas que a un cerebro político; más a una pieza
de la maquinaria del sectarismo estalinista que a una mujer con un desarrollo
intelectual propio, más a una señora bien
decidida a limpiar las culpas de los de su clase en la lavadora del
comunismo que a alguien con talento político. Constancia lo daba todo por el
PCE, hasta el punto de que, según Fox, pudo ser en su casa de Alcalá de Henares
donde se torturó y asesinó al desviacionista Andreu Nin, pero no era estratega
ni oradora. En el relato de Fox aparece como una mujer dotada de buenas habilidades
relacionales y de un gran tesón, valiente y apasionada. En realidad, es esa
valentía para romper ataduras y esa pasión por vivir conforme a unas creencias tan
básicas como inamovibles (la creencia de que el comunismo acabaría con la injusticia social) lo que hacen de ella
un personaje interesante.
El
resto de sus rasgos biográficos resultan menos sorprendentes. Parece que cuanto
de relevante hizo Connie se debió a su apasionada audacia y a las habilidades
adquiridas merced a su entorno social. Su compromiso con los desfavorecidos, y
la vocación política de él se deriva, no se origina en la liberación feminista
de la República (en la cual buena parte de la izquierda se oponía al voto de la
mujer), sino en las tareas caritativas que compartía con su madre, que la
enfrentaron con la realidad social de un país con grandes carencias, y sobre
todo en su matrimonio con Ignacio, comunista también, además de aristócrata de
familia carlista . Fue el excelente inglés que aprendió en St. Mary´s Convent,
el gran colegio católico de la élite británica, lo que le permitió desarrollar su
trabajo de relación con los periodistas extranjeros durante la guerra, en un
país donde casi nadie hablaba idiomas. Por último, la capacidad diplomática que
desplegó durante un cortísimo periodo de su vida (que la llevó desde el Kremlin,
donde se entrevistó con Stalin, hasta la Casa Blanca) responde a un perfil de
mujer de clase alta como las que, de la Restauración para delante, evolucionaban
por los salones de Madrid actuando a favor de sus causas políticas y obras pías,
gracias a tener un marido bien posicionado, savoir
faire y habilidad para lograr que otros hicieran el trabajo, como fue su
caso con Ruth McKenney, la americana que escribió el libro que ella hizo pasar
por autobiografía. En resumen, Constancia tenía una determinación feroz por destruir el
mundo en el que había nacido, y sacaba adelante su proyecto gracias a los recursos
que ese mundo le había dado: sus idiomas, su desparpajo, su innata autoridad y
su marido.
Pasados
sus minutos de gloria de los años 36
al 40, Connie se replegó a México, donde su activismo político fue
desvaneciéndose lentamente, hasta que el destino la colocó en el asiento
delantero de un coche que se estrelló en Guatemala. Una americana rica, a la que
apenas conocía y a la que ocultó su ideología, la acompañaba en este viaje, en
el que esperaba encontrar material para un incipiente negocio de artesanía que
completaría los ingresos que puntualmente le enviaba su familia desde la España
de Franco. Según Fox, quienes la esperaban en su casa de Cuernavaca –algunos
amigos, criados y una ahijada- no veían en ella a una pasionaria, sino a una señora española peinada con trenzas a la
mexicana, a la que le gustaba ayudar a los indios. Un panegírico leído por
Neruda la acompañó a la tumba.